EL AMOR A DIOS Y EL
AMOR AL PRÓJIMO
SS. Juan Pablo II
1. «Si alguno dice: "Amo a
Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su
hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de
él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4,
20-21).
La virtud teologal de la caridad,
de la que hablamos en la catequesis anterior, se expresa en dos direcciones:
hacia Dios y hacia el prójimo. En ambos aspectos es fruto del dinamismo de la
vida de la Trinidad en nuestro interior.
En efecto, la caridad tiene su
fuente en el Padre, se revela plenamente en la Pascua del Hijo, Crucificado y
Resucitado, y es infundida en nosotros por el Espíritu Santo. En ella Dios nos
hace partícipes de su mismo Amor.
Quien ama de verdad con el amor
de Dios, amará también al hermano como Él lo ama. Aquí radica la gran novedad
del cristianismo: no puede amar a Dios quien no ama a sus hermanos, creando con
ellos una íntima y perseverante comunión de amor.
2. La enseñanza de la sagrada
Escritura a este respecto es inequívoca. El amor a los semejantes es
recomendado ya a los israelitas: «No te vengarás ni guardarás rencor contra los
hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18). Aunque
este mandamiento en un primer momento parece restringido únicamente a los
israelitas, progresivamente se entiende en sentido cada vez más amplio,
incluyendo a los extranjeros que habitan en medio de ellos, como recuerdo de
que Israel también fue extranjero en tierra de Egipto (cf. Lv 19, 34; Dt 10,
19).
En el Nuevo Testamento este amor
es ordenado en un sentido claramente universal: supone un concepto de prójimo
que no tiene fronteras (cf. Lc 10, 29-37) y se extiende incluso a los enemigos
(cf. Mt 5, 43-47). Es importante notar que el amor al prójimo se considera
imitación y prolongación de la bondad misericordiosa del Padre celestial, que
provee a las necesidades de todos y no hace distinción de personas (cf. Mt 5,
45). En cualquier caso, permanece vinculado al amor a Dios, pues los dos
mandamientos del amor constituyen la síntesis y el culmen de la Ley y de los
Profetas (cf. Mt 22, 40). Sólo quien practica ambos mandamientos, está cerca
del reino de Dios, como dice Jesús respondiendo al escriba que le había hecho
la pregunta (cf. Mc 12, 28-34).
3. Siguiendo este itinerario, que
vincula el amor al prójimo con el amor a Dios, y a ambos con la vida de Dios en
nosotros, es fácil comprender porqué el Nuevo Testamento presenta el amor como
fruto del Espíritu, es más, como el primero entre los muchos dones enumerados
por san Pablo en la carta a los Gálatas: «el fruto del Espíritu es amor,
alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de
sí» (Ga 5, 22-23).
La tradición teológica ha
distinguido las virtudes teologales, los dones y los frutos del Espíritu Santo,
aunque los ha puesto en correlación (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn.
1830-1832). Mientras las virtudes son cualidades permanentes conferidas a la
criatura con vistas a las obras sobrenaturales que debe realizar y los dones
perfeccionan tanto las virtudes teologales como las morales, los frutos del
Espíritu son actos virtuosos que la persona realiza con facilidad, de modo
habitual y con gusto (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 70,
a.1, ad 2). Estas distinciones no se oponen a lo que San Pablo afirma cuando
habla en singular de fruto del Espíritu. En efecto, el Apóstol quiere indicar
que el fruto por excelencia es la caridad divina, el alma de todo acto
virtuoso. De la misma forma que la luz del sol se expresa en una variada gama
de colores, así la caridad se manifiesta en múltiples frutos del Espíritu.
4. En este sentido, la carta a
los Colosenses dice: «Por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el
vínculo de la perfección» (Col 3, 14). El himno a la caridad, contenido en la
primera carta a los Corintios (cf. 1 Co 13) celebra este primado de la caridad
sobre todos los demás dones (cf. 1 Co 13, 1-3), incluso sobre la fe y la
esperanza (cf. 1 Co 13, 13). En efecto, el Apóstol afirma: «La caridad no acaba
nunca» (1 Co 13, 8).
El amor al prójimo tiene una
connotación cristológica, dado que debe adecuarse al don que Cristo ha hecho de
su vida: «En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por
nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3, 16).
Ese mandamiento, al tener como medida el amor de Cristo, puede llamarse «nuevo»
y permite reconocer a los verdaderos discípulos: «Os doy un mandamiento nuevo:
que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así también amaos los
unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os
tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35). El significado cristológico
del amor al prójimo resplandecerá en la segunda venida de Cristo. Precisamente
entonces se constatará que la medida para juzgar la adhesión a Cristo es
precisamente el ejercicio diario y visible de la caridad hacia los hermanos más
necesitados: «Tuve hambre y me disteis de comer...» (cf. Mt 25, 31-46).
Sólo quien se interesa por el
prójimo y sus necesidades muestra concretamente su amor a Jesús. Si se cierra o
permanece indiferente al «otro», se cierra al Espíritu Santo, se olvida de
Cristo y niega el amor universal del Padre.
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